Siempre veía el mismo paisaje, siempre con la misma persona, desde la terraza de su casa: los patios de las casas que rodeaban la suya, siempre llenos de flores; un parque donde siempre había los mismos niños jugando a papás y mamás; siempre el olor a queso fundido que emanaba la pizzería de al lado; siempre una carretera vacía a lo lejos, que cortaba una montaña verdísima; siempre alguna lágrima que se desprendía sin permiso por mis mejillas. Y siempre me sorprendía y emocionaba ese paisaje.
A él, en cambio, parecía aborrecerle. Ni el olor a queso fundido, ni los niñitos jugando, ni mi asombro al redescubrir la conocida orografía le emocionaban. Quizás soy yo la rara, que se emociona con todo, que todo la vuelve loca. Pero bueno, él debe admitir que la idea de volver a verme echada en su cama, vestida con su camiseta de Guns’n’roses, lo vuelve loco.