Me pareció inocente durante unos segundos: des de que me abrazó en la cocina hasta que me agarró del moño y me arrastró a la cama. También me lo pareció cuando, sentado encima de mi, miraba con orgullo las gotitas brillantes que decoraban mis pechos.
Habían pasado nueve meses des de que nos encontramos en su coche, y ahora él había vuelto, para saludar, porque pasaba por allí y -he pensado que quizás te estabas muriendo de ganas de sentir algo de verdad, otra vez-. Vale, me callo. A la cama. Me subió a sus hombros, era alto, fuerte, ojos profundos. Olía a mandarina. Me llevó a mi habitación, me bajó. Cerré los ojos, por intuición, y noté calor, frío, calor, un dedo sobre mi obligo, que subía a por mi piel, hacia mis pechos, que se mezclaba con mi pelo. Me estremecí profundamente. Me recogió el pelo con la mano, rozando apenas mi piel, que se fundía con su tacto. Su respiración en mi cuello, inspiró profundamente y susurró: “eres mía”.